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La Biblia enseña que ni dar a luz ni la reproducción en sí misma no son pecado, al contrario, son buenas y establecidas por Dios. En el principio el Señor mandó al hombre que fructificara y se multiplicara (Gn 1:28). Se consideraba una bendición tener hijos: “Herencia del Señor son los hijos” (Sal 127:3-5; 128:3), en contraste, la esterilidad se consideraba un oprobio (Gen 30:23).
¿Por qué debía purificarse la mujer al dar a luz? ¿No era más bien una ocasión para regocijarse?
La respuesta se encuentra en la caída del hombre y la maldición de la mujer referente al parto (Gn 3:16). La naturaleza pecaminosa se transmite a través de la procreación. David dice en los salmos: “En pecado me concibió mi madre” (Sal 51:5). Él no se refería a alguna falta de virtud en su madre, sino a la herencia pecaminosa que cada madre transmite a sus hijos. Todo lo que se relacionaba con la procreación se consideraba impuro y era necesario que la persona se purificara según las reglas entregadas al pueblo (Lv 12-15).
Sin embargo, fue mediante el parto de María que Dios decidió enviar a Cristo para redimir al mundo.
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