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Era Navidad en Corea. Una madre embarazada caminaba por la nieve hasta la casa de una amiga misionera donde sabía que encontraría ayuda. Poco antes de llegar a la casa de la misionera había un profundo barranco atravesado por un puente. Mientras la joven avanzaba tambaleándose los dolores de parto le vinieron. Se dio cuenta de que no podría llegar y se arrastró hasta abajo del puente.
Allí sola, entre los caballetes, dio a luz un niño. La joven madre no traía nada con ella excepto la pesada ropa doble que llevaba puesta. Una por una, se quitó las piezas de su ropa y las envolvió alrededor de su pequeño hijo, una a una lo envolvió como a un capullo. Luego, encontró un trozo de saco de junco y se lo echó encima. Allí quedó exhausta junto a su bebé.
A la mañana siguiente, la misionera cruzó el puente en su jeep para llevar una canasta de Navidad a una familia coreana. En el camino de regreso, cerca del puente, el carro se le quedó sin gasolina. La misionera salió del jeep y comenzó a cruzar el puente cuando oyó un débil llanto debajo de ella. Se metió debajo el puente para investigar y encontró al bebé, calentito pero hambriento, y a la joven madre que había fallecido. La misionera llevó al bebé a su casa y lo cuidó.
Mientras el niño crecía, a menudo le pedía a su madre adoptiva que le contara la historia de cómo lo había encontrado. El día de Navidad, cuando cumplió 12 años, le pidió que lo llevara a la tumba de su madre. Cuando llegaron, el niño le pidió que esperara a cierta distancia mientras él oraba. Ella vió al niño de pie junto a la tumba con la cabeza gacha, llorando. Luego el niño comenzó a desvestirse. Mientras la misionera asombrada miraba, el niño se quitó la ropa que le abrigaba, pieza por pieza, y la puso sobre la tumba de su madre. La misionera pensó: – Seguramente no se quitará toda su ropa. ¡Se congelará! – Pero el niño se despojó de toda su ropa poniéndola de abrigo sobre la tumba de su madre. Allí se arrodilló desnudo y temblando sobre la nieve. Cuando la misionera se acercó para ayudarlo a vestirse lo escuchó clamando a la madre que nunca conoció y le decía: “¿Pasaste tú más frío que este por mí, madre mía?” Y lloró y lloró desconsoladamente.
Cuando Cristo vino al mundo se despojó de toda su vestidura real y entró a nuestro mundo de odio y fría indiferencia. ¿Por qué hizo esto? Porque vio cientos de vidas quebrantadas necesitando a un Salvador. Y luego murió con su corazón quebrantado por el pecado de los corazones humanos, por una larga historia de hombres que hacen esclavos a otros hombres, por siglos de crueldad, injusticia, hambre y sufrimiento, por la adoración a dioses falsos hechos a mano, por las guerras, el derramamiento de sangre, el crimen y la codicia.
Nosotros que decimos amar a los perdidos nos olvidamos de contarle a nuestro vecino perdido acerca de nuestro gran Salvador. El amor de Jesús está congelado entre labios de piedra que deben ser transformados para hablar del Señor.
Oremos juntos: “Padre santo, en esta Navidad, nos quitamos las vestiduras de orgullo y complacencia, nos quitamos los trapos de lujo pero transparentes en Tu presencia, y los ponemos a tus pies. En nuestra cruel necesidad gritamos: “¿Pasaste tú más frío que este por mí, Señor?” Y lloramos, porque sabemos que sí pasaste más frío que este.
Este es el evangelio, compártalo:
El reino de Dios ya está en este mundo dentro de los que pueden creer. Este reino trae justicia, paz y gozo a todo el que sigue al Señor Jesús, el Rey que lo trajo. El reino de Dios es donde Dios reina. Para ser parte del reino de Dios la gente necesita dejar a un lado sus propias opiniones, arrepentirse de sus maldades ante Dios y abrazar la manera de vivir de Cristo. Jesús vivió defendiendo el reino de Dios, murió por nuestros pecados y Dios lo resucitó de los muertos. Todo el que manifieste con su vida que Jesús es su Señor no morirá eternamente sino que tendrá la luz de la vida.
Mt 3.2; 1 Co 15.3,4; Jn 3.16; 1 Tim 1.15
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